Durante los últimos meses, la Corte Suprema en reiterados fallos ha establecido que el SERVEL y Gendarmería de Chile deben adoptar las medidas necesarias para garantizar la ejecución material del derecho a sufragio de las personas privadas de libertad y cuyos derechos civiles y políticos no se encuentre suspendido. Estas decisiones ponen fin a la arbitrariedad con que se ha tratado históricamente en nuestro país a las personas privadas de libertad, al prohibirles el ejercicio de un derecho que les corresponde como ciudadanos.
Ahora bien, esta tendencia jurisprudencial nos da la posibilidad de mirar un poco más allá y abrir el debate sobre la condición de ciudadanos y ciudadanas de las personas que son condenadas por haber cometido un delito. Específicamente, sobre la inconveniencia de la imposición de ciertas penas privativas de derechos, como la pena accesoria de inhabilitación para ejercer derechos políticos (entre ellos el derecho a voto), que se impone en el país a toda persona que ha sido condenada a una pena aflictiva (pena superior a 3 años).
A nuestro entender, privar a estas personas del derecho a voto, esto es, de la manifestación más central de la ciudadanía, va en desmedro de un derecho penal democrático e inclusivo, así como también de las perspectivas de resocialización de los condenados.
El derecho a la ciudadanía, tal como señala el criminólogo Antony Duff, es en su esencia inclusivo, ya que en virtud de ello pasamos a formar parte de una comunidad política y a participar activamente en sus decisiones. Esta calidad de ciudadano nos otorga derechos, pero también deberes y responsabilidades, entre ellos, el deber cívico de responder ante la comunidad por una conducta contraria a la ley y, en tanto ciudadanos, aceptar el castigo que se nos impone. En ese sentido, se debe entender el castigo penal como una práctica inclusiva y no excluyente, a través del cual se reconoce y reafirma el status jurídico de ciudadano del infractor.
Si bien la privación de libertad es una práctica excluyente per se, despojar al infractor de su status jurídico de ciudadano, privándolo de sus derechos políticos y, en consecuencia, de su participación en las decisiones relevantes de la nación, termina por arrancarlo y excluirlo totalmente de la comunidad.
Junto a lo anterior, la naturaleza de esta pena accesoria privativa de derechos es contraria al fin resocializador que toda pena debe tener. Es contraintuitivo pensar que se logrará la reinserción en la sociedad de una persona, mientras lo privamos del ejercicio de derechos que -precisamente- le permiten participar de forma activa en los asuntos públicos de la sociedad a la cual -se supone- debe reincorporarse luego de haber cumplido con su “castigo”. Siguiendo nuevamente a Duff, “el castigo acarrea una promesa de rehabilitación” y, en razón de aquello, lo deseable de un sistema de justicia penal inclusivo en un Estado democrático de derecho, es que éste apunte a la reinserción y readaptación social, facilitando el camino de regreso a la comunidad y evitando, en consecuencia, prácticas punitivas que hagan de eso una tarea más difícil. Excluir de la participación política a quienes cumplen una pena entorpece de manera drástica el camino de la reinserción y se transforma en un obstáculo más para su desistimiento delictual.