He visto la mañana de este domingo la transmisión y los comentarios del rescate de los niños atrapados junto a su entrenador en una profunda caverna en Tailandia.
Junto con celebrar lo que hasta este momento ha sido el rescate de los primeros cuatro pequeños y entrar a la espera de diez horas necesarias antes de retomar el rescate y sin saber cuál será el resultado final, me atrevo a aplaudir la poderosa lección de buen trato a la infancia que nos está dando la nación tailandesa.
Un primer asombro surge por la claridad que muestran las autoridades y todos los implicados en no perder el foco en los niños como sujetos de derechos, derechos no solo s a ser rescatados, sino derechos a ser profundamente respetados en este trance que podría marcar aún más profundamente sus biografías si no hay para ellos consideraciones, reflexión y respeto.
No se los ha expuesto a la prensa, ni a ellos ni a sus familias. Y nadie ha sentido que se esté coartando la libertad de informar. Gracias al exceso de exposición y a la sobrevaloración de la imagen y del “testimonio” en directo, nos hemos vuelto como Santo Tomás: si no lo veo no lo creo. Ver con la necesidad voyerista de meter los ojos más allá de los límites personales, vulnerando toda intimidad. Recuerdo cuando con ocasión del aluvión de Antofagasta en el año 1991, un periodista le preguntaba a un niño que entrevistaba dentro de un albergue: “¿Que sentiste cuando a tu familia se la llevaba el barro?”, cito textual porque la vulneración a ese pequeño (en vivo y en directo) fue tan violenta que es difícil de olvidar. Y a nadie pareció importarle. La madre del niño había muerto en el aluvión, así que obviamente el niño en vez de hablar lloró. Así somos… la exposición del dolor como sinónimo de informar, la invisibilización de las víctimas, convertidas en puntos de rating.
Tras el rescate de los 33 de la mina San José, surge la tentación soberbia de sentirnos “campeones del rescate” … Sin embargo, no podemos dejar de reflexionar como un rescate mal hecho puede, finalmente, hundir y perder a las víctimas primarias y secundarias de la tragedia. El dolor, y sobretodo el trauma, no son multicolores y rimbombantes. No pintan bien en la pantalla. Impiden hablar, no son sonrisa y ni emoción eufórica. No quieren dejarse ver.
Chile es un país donde una parte de las víctimas están maquilladas y bien producidas sentadas en un set de televisión, cobrando un par de millones por “contar la verdad de su tragedia”. La otra parte tiene que soportar a las cámaras entrometidas a la fuerza tratando de grabar el cadáver de su marido, las lágrimas del hijo, el agujero por donde entró la bala del narco que erró el tiro…
Voyerismo a la hora de la cena y del té. Nos levantamos con el noticiario, agradeciendo que ese dolor que se ve en le pantalla no nos tocó a nosotros, sino a otros… Olvidando que somos los otros de los otros.
El respeto por el otro dice relación por comprender que la vulnerabilidad es intocable e invisible. Exponer el dolor de otros como cuadros de una exposición es tan solo una malsana comprensión de la necesidad de informar o de saber.
Me quedo con el gesto de Tailandia hacia sus niños y sus familias. La verdad es que tenemos mucho mucho que aprender respecto de la forma completa de rescatar seres humanos víctimas del dolor y la tragedia.
Escrito por: SOL QUINTANILLA FLORES
Psicóloga Transpersonal, Profesora de Lenguaje y Comunicación,
Diplomada en Psicología Clínica
Diplomada en Psicología Transpersonal y Técnicas de Terapia Gestalt
Maestría en Psicología Jungiana, otorgada por la Escuela de Psicología de Buenos Aires y formación como Terapeuta Transpersonal en la misma Escuela.
Meditadora, con formación en la Oneness University de la India.